En un partido de futbol hay todo un coctel de conductas humanas. Los estadios de futbol son una representación clara de una hipotética democracia funcional. Todo pueden converger bajo los colores de un mismo equipo. En una masa de personas se abrazan unos con otros si ese quipo mete gol. Los estadios son inmuebles que producen felicidad efímera, la más placentera, y se convierten en lugares de sanación donde podemos aventar la mierda que producen la cotidianidad y las insatisfacciones acumuladas durante la semana. Una gigantesca masa de frustración se purifica al ver a nuestro equipo arriba en el marcador y adormecemos los sinsabores cuando gana.
El futbol es el Dios al que le rendimos ocio. Matemático, físico, nostálgico… el mismo futbol también es ocioso. Los que somos fanáticos hemos experimentado la sensación de jugarlo y de vivirlo en una tribuna. En teoría, no debe haber más motivo para asistir a un partido que la distracción, sin embargo, añadimos todo tipo de significados en torno al fenómeno.
El futbol se sobrevalora por nuestras necesidades de pertenencia. Ser parte de algo es una hipótesis para explicar qué es la afición. Necesitamos mitos y necesitamos victorias. El futbol funciona como válvula de escape, hace tangibles emociones como la felicidad, la ira, el sufrimiento, la dicha o el enojo. Quizá esto funcione en cada deporte, pero el futbol como deporte global manifiesta patrones similares de conducta en todo espacio donde se juega.
En un análisis simplista, puedo pensar que el futbol es una expresión meramente pagana. No son pocos los ensayos escritos que encuentran coincidencias entre la afición al futbol con cualquier rito religioso. Todo el contexto que rodea al futbol está lleno de religiosidad. Tanto hinchas como futbolistas sacan sus cábalas —o sus muestras de fe— en torno al angustiante partido. Manifestaciones abundan: el rezo ante el tiro penal, el rosario en la mano, la mirada hacia el cielo, la oración en equipo, la misa del club… Todos queremos que un ser supremo sienta de igual manera nuestros colores.
El crack es un futbolista elevado a rango divino por el hincha. Tiene el designio del partido en sus pies, como Dios en sus manos el destino de todas las cosas. El crack sufre patadas inclementes, es el mártir: figura emblemática de esta religión. El fanático sufre en la tribuna y busca alivio, así como todo creyente sufre en la vida y busca al ser divino para calmar su sufrimiento. El futbol es una expresión de paganismo moderno, dicen muchos.
Sin sufrimiento, no hay razón de que exista el futbol. No hay un vínculo. La peor forma de ver un partido es cuando no se apoya a ningún equipo. Si en la religión se cree que un ser superior dirige nuestra vida (que nos premia o nos castiga), por medio del futbol dejamos en otros seres “superiores”, el estado de ánimo de nuestros lunes. Imagínense la depresión nacional aquel lunes de junio de 2002, cuando la selección mexicana perdió contra Estados Unidos en el Mundial de Corea–Japón. Un país que da esa importancia absurda al futbol, no podría encontrar peor escenario que el de perder contra su poderoso vecino del norte.
El futbol visto como religión es politeísta. Hay explicaciones filosóficas a diferentes formas de juego. Siempre vamos hablar del cruyffismo, del guardiolismo, del mourinhismo, del cholismo. En México hay dos importantes escuelas, la de Ricardo Antonio La Volpe y la de Manuel Lapuente, ambos edificaron estilos de juego que heredaron a sus discípulos. Muchos ignoran que Pep Guardiola quedó maravillado por la forma como la selección de La Volpe salía tocando la bola. Las escuelas crean rivalidades que tratan de imponer supremacía en el rectángulo de juego. Hay otros casos de sabiduría como el del gran Víctor Manuel Vucetich, el Rey Midas, aquel que habla poco y gana casi todo.
El futbol tiene un alto grado de religiosidad pagana. Hace poco escuché una explicación para justificar el desinterés en este deporte. Un budista occidental mencionó que no le gustaba el futbol. Como él cultivaba la imparcialidad en su vida, nos dijo a un grupo de meditadores lo siguiente: “Me resulta difícil irle a uno de los dos equipos”, varios nos volteamos a ver, tratando de entender lo que nos decía este aprendiz de dalái lama. En su reflexión mística-futbolística, agregó: “No puedo disfrutar yéndole a un equipo cuando veo sufrir a los aficionados contrarios”, según él, no podía ser parcial apoyando a uno de los dos. Yo no tengo idea sobre el budismo, pero ese budista occidental no tenía mínima idea de lo que es el futbol.
Las manifestaciones religiosas en torno al futbol se explican por cómo el resultado de un partido afecta la vida cotidiana. Los gente que no ve futbol considera esto como una verdadera estupidez. Cuando vas al estadio y tu equipo sufre, pierde, le humillan, como hincha te aferras a apoyar y a sufrir de igual forma como se está padeciendo en la cancha. ¿Qué grado de fe había en los aficionados del Cruz Azul para aguantar 18 años de finales perdidas, para seguir con la esperanza de ganar la liga? Paganismo absurdo y puro.
Los fanáticos han hecho del Dios creador del universo alguien que por capricho define partidos. “Implorando el perdón de los dioses del Estadio”, narraba Enrique Bermúdez ante la falla garrafal de un jugador. ¿Cuáles dioses? Los de esta religión pagana.
En esta religión, los dioses van al infierno del draft. Aquel ídolo que nos dio tanta felicidad, pronto vestirá la playera del acérrimo enemigo: un judas, que por billetes verdes se enfundará en otro uniforme. Los fanáticos no cambian de equipo, se aferran a los colores en buenas y malas, y permanecen fieles a esa imagen abstracta y a todo lo que les significa.
El crack es el objeto de fe. ¿Cuál es el momento de prueba? Ir a un partido de vuelta con el marcador abajo y esperar el acto individualista: la magia, el destello de luz que dé la vuelta al marcador. Los porteros son figuras que visten el papel de héroes o villanos, pasan de un papel a otro en dos ataques del rival. En fracción de segundos salvan al equipo, o cometen la pifia de su vida. Sin duda es la posición más sacrificada en el terreno de juego. Por eso los porteros casi siempre tienen cábalas de las que se sujetan para sentir la protección divina.
El futbol está lleno de cábalas, de suposiciones infundadas que hacen sentir seguro al futbolista. Desde arrancar pasto y persignarse con él, pisar la cancha primero con el pie derecho como indicio de buena suerte, usar alguna prenda, portar algún colguije. El ocio creó la mitología futbolística, un conjunto de mitos y creencias que constituyen la afición al futbol. Yo respeto mucho a los que creen en Dios. El futbol y la religión sirven para darle morfina a la existencia. Todos tenemos derecho a un opio, quien esté libre de enajenamiento que tire la primera piedra.
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Esa capacidad de enajenar a las sociedades del mundo es única, la ebullición social dentro de los estadios, la forma en la que afecta el estado de ánimo de las personas —y las lamentables manifestaciones de violencia— todo me parece único, fantástico, me asombra. No sé por qué algunos intelectuales desprecian tanto al futbol, quizá por no entender las triviales pasiones humanas o por desmarcarse de lo que consideran vulgar.
El futbol es tema de todos, hasta de la comunidad intelectual, donde toca nervios sensibles. Los intelectuales pueden destrozarse discutiendo sobre su visión del mundo (sobre las cosas que podrían tener alguna importancia) y a la vez, pueden radicalizar sus posturas cuando se habla de futbol. Parece pecado mortal que el hombre de letras hable sobre sus pasiones futbolísticas, y sobre esto surgen las más encontradas divergencias: el futbol y la responsabilidad del intelectual (si es que hay tal), para muchos es incompatible.
Se piensa que toda la enajenación que produce el futbol debe ser criticada por los intelectuales. Para otros, esta enajenación debe tener explicación y connotación política y social, de la cual, los intelectuales pudieran ocuparse mejor. El papel del intelectual está sobrevalorado y a veces es ocioso, sin embargo, pienso que en el mundo de las ideas el futbol también es un gran tema. Ya lo dijo Jorge Valdano: “El futbol es lo más importante entre las cosas menos importantes”.