jueves, marzo 28

Crónica de Cuarentena: el gel antibacterial

Es viernes. La ciudad no para del todo, la zona de bancos en un centro comercial está como si no hubiera pandemia: en BBVA y Santander hay 10 o 12 personas formadas para los cajeros sin contemplar la sana distancia. La central de abastos, con menos gente, funciona con normalidad, pero los comerciantes se quejan de que las ventas bajan, e igualmente ahí, entre sus largos pasillos, la sana distancia parece no entenderse. En los muros de las plazas hay dispensadores con gel antibacterial, en todos lados nos acecha un envase con gel. En todo momento estamos apretando el dispensador.

El gel es una pequeña aduana obligatoria para realizar un acto siguiente: entras al súper y antes de agarrar el carrito te pones gel, pagas en cajas y te pones gel, te dan el cambio y te pones gel, te subes al auto y te pones gel, y la desinfección ha llegado a los extremos que muchos dejan zapatos, bolsas, accesorios a la entrada de la casa, se embarran más gel y echan desinfectante en aerosol para limpiar el ambiente . Otros comienzan a desinfectar las patas de sus perros, y en Querétaro, alguien colapsó de sus nervios y fue a dar al hospital por hacer gárgaras de cloro, y otro hizo lo mismo con Pinol.

Nunca me había puesto tanto gel en las manos. Esto se ha vuelto un acto desquiciante, igualmente el “pucharle” a la botella ya lo hacemos de manera inconsciente. A los hipocondriacos nos viene bien. El gel antibacterial quedó en la cultura después de la influenza H1N1 de 2009. A partir de ahí, ya sin crisis sanitaria, fue un accesorio común en los restaurantes, bancos, tiendas, casas y changarros de todo tipo para procurar la limpieza de las manos. Tampoco faltan las botellitas de uso personal dentro de nuestras bolsas y mochilas. ¿Pero realmente el gel antibacterial sirve para matar los microscópicos bichos que traemos después de haber agarrado un tubo en un vagón del metro? No sé, algunos dicen que lo que realmente sirve es lavarse las manos, pero yo lo uso, ponérmelo me da una garantía, por lo menos mental, de traer las manos limpias. Pienso que es más efectivo que traer un “detente” en la cartera.

El gel antibacterial puede tener un efecto placebo, por eso sirve; quizá nada más nos estemos poniendo glicerina pero mentalmente estamos protegidos. Los mexicanos somos bárbaros, podemos estar tragando tacos de tripa mal lavada en una esquina ruin, al lado de una coladera mal oliente, entre el humo que avienta el camión del transporte público, con salsas hechas con quién sabe qué agua, pero quizá en aquella taquería haya gel antibacterial para protegernos de la insalubridad de nuestras manos. No importa que el taquero revise su teléfono mientras despacha, el mismo teléfono con el que se mete al baño para revisar el face; tampoco importa que el plato en el que estemos comiendo haya sido utilizado varias veces y nada más le hayan cambiado una bolsa de plástico, lo realmente importante es que nos pusimos gel antibacterial, y la otra insalubridad de la que somos testigos, más no conscientes, nos viene valiendo gorro.

El año pasado enfermé de tifoidea, ya era hora. Mi sistema digestivo se había tardado en colapsar después de haber sido probado en los lugares más surrealistas para tragar (recuerden, los mexicanos no comemos, tragamos), no había hipocondría en mí que limitara mi gusto culinario callejero, pero aquella vez, si tuvo que venir una dosis de antibiótico acompañada de una exquisita dieta blanda de pan tostado y gelatina para cuestionarme por primera vez el porqué como lo que como, y sobre todo, dónde lo como. Las vísceras que más tiemblen entre kilos de manteca alrededor del cazo es lo que siempre pido en las taquerías. Criticamos a los chinos por tragar murciélagos, como si tragarse las tripas de una res no fuera igual de primitivo.

Después de la tifoidea, las hormigas (término que uso para hablar de mi ansiedad) comenzaron a hacer su trabajo en mi ser y la hipocondría comenzó a contener mis apetitos callejeros. De pronto, los lugares que me parecían tan familiares, me fueron ajenos. Agarrar una cuchara de salsa llena de cochambre y recargar los antebrazos en manteles chamagosos comenzaron a controlar mi principio de placer. Después de la tifo, comprar lechugas de dudoso riego me cuesta trabajo. Ahora elijo taquerías donde predomine el aluminio en su mobiliario, placebo visual para poder comer a gusto.

Ahora bien, también soy de los que cree que el cuerpo se cura solo y que el sistema inmunológico hace su chamba. Hace pocos día en entrevista con Carmen Aristegui, Eduardo Fernández, ex presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, osó decir que quizá la baja tasa de muertes en México por el tema del COVID se deba al sistema inmunológico colectivo, aclaró que él no era médico, era una mera opinión; pero en sí, hay una lógica de cómo vivimos culturalmente en este país para pensar que estamos más curtidos contra todo.

Cuando los españoles llegaron a América, trajeron con ellos la viruela. Los aztecas se bañaban dos veces al día, los europeos lo hacían dos veces al año. Hay una escena en la serie de Hernán Cortés producida por Amazon Prime donde un español va a violar a una mujer que le acaban de entregar y ella primero intenta lavarlo. La pulcritud de los nativos fue un arma en contra en el momento que la viruela se alió con los españoles. 500 años después estamos obsesionados con la limpieza usando cloro desquiciadamente para prevenir microscópicos enemigos invasores, y los niños ya no se curten contra el medio ambiente de manera natural.

En medio de la pandemia por el coronavirus, el extremo en la medidas de limpieza es un arma a nuestro favor, pero cuando todo vuelva a la normalidad —si es que podemos decir que eso sucederá—, así como cambiarán las relaciones sociales, cambiará la forma como nos relacionamos con el tacto, quizá la sana distancia quede para muchos como algo cultural y parte de la higiene. Quizá la mugre cada vez sea más mal vista, pero habrá que reivindicarla después, cuando sea necesario tener organismos más fuertes ante las amenazas del ambiente. Por salud mental, también habrá que hacer una defensa de ella, no podemos entender un mundo con pulcritud obsesiva. Habrá que reivindicarla como parte de la cultura como lo hace Pablo Fernández Christlieb en su bello libro ‘La velocidad de las bicicletas’, quien dice que “…la mugre puede tener propiedades acogedoras, cierta tibieza y suavidad que hacen de ella un colchoncito que amortigua los rechinidos de la limpieza”.

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