La primera vez que prendí la televisión para ver una Copa Mundial de futbol fue en 1990. A partir de ahí aprendí a medir el tiempo en lapsos de cuatro años. La euforia que me generaba el Mundial de Italia tenía un pequeño detalle: México no la disputaría. El cáncer de la corrupción que invadía a todo el país hizo metástasis en el futbol. ‘Los cachirules’ es uno de los expedientes más vergonzosos en la historia del deporte mexicano. Sin México en la competición, aquel campeonato fue el que marcó mi infancia.
Cuando iba en la primaria, las vacaciones de verano me parecían un lapso de tiempo inacabable. Pasar de un año escolar a otro era toda una aventura. Entre el fin de curso y el inicio del nuevo, vivías tres meses como si estuvieras en el país de Nunca Jamás. Las vacaciones son el estado ideal de los niños. No recuerdo que mis papás me inscribieran a cursos de verano, matábamos el tiempo jugando futbol, burro 16, bote pateado. Había casas abandonadas que convertíamos en cuarteles, terrenos baldíos convertidos en campos de batalla y árboles que trepábamos y a los que les dábamos infinidad de significantes. No faltaba alguna descalabrada, y tomábamos refresco sin la concepción de que nos fuera a dar diabetes… Peter Pan hubiera amado veranos como los nuestros. En general, eran tres meses de felicidad absoluta, que terminábamos forrando cuadernos con el nerviosismo de ver nuevamente a los amigos de la escuela.
El verano del 90 tuvo como ingrediente extra la Copa Mundial. Yo tenía nueve años de edad. La disfruté con la naturaleza de quien empieza a hacerse fanático. Creo que desde ahí comencé a construir la ilusión eterna de ser un futbolista. Muchos vemos futbol por instinto. Los niños no saben hablar y ya buscan patear una pelota. Vamos creciendo y nos damos cuenta que preferimos un balón sobre cualquier otra cosa. El gen fanático se manifiesta desde la cuna, pero en la etapa lúcida de mi infancia no pude ver a México en una Copa Mundial. De México 86 tengo vagos recuerdos, por ejemplo, que mi papá no me quiso llevar a ningún partido que se jugó en el Estadio Corregidora de Querétaro, su criterio para rasurarme de la lista fue mi corta edad, cuando apenas tenía cinco años. Es algo que llegaría a hablar con el psicoanalista.
La conciencia futbolística de mi generación se define a partir de Maradona y, como mexicano, desde Hugo Sánchez. De niños vemos futbol sin tantos juicios, solo concentramos nuestra afición en un equipo, que la mayoría de las veces es una herencia paterna. A mis nueve años no hubiera entendido por qué Maradona decía “hijos de puta” en la ceremonia de los himnos de la final del 90. Lo entiendes hasta que creces y conoces el contexto en el que el genio jugó aquel partido. Maradona, que había conquistado Italia por su futbol en el Nápoles, fue verdugo de los italianos en la semifinal, y toda una nación, en venganza, deseaba ver derrotado al 10 argentino. Alemania se llevó la copa con mucho mérito, pero quedará para la historia si el penal con el que ganaron los teutones, señalado por el árbitro uruguayo/mexicano Edgardo Codesal, fue falta.
Italia 90 nos recibió con la estrepitosa caída de Argentina contra Camerún en el partido inaugural. Maradona fue blanco de entradas criminales durante todo el certamen, de alguna manera tenían que parar al Pelusa. Toda la justa giraba en torno a Diego Armando. Tengo grabada en mi mente la imagen cuando falla un penal contra Yugoslavia y sus lágrimas al perder la final. Igualmente recuerdo al portero René Higuita y su estilo desparpajado, y así, desparpajada, fue su pifia contra los cameruneses en los octavos de final. De ese combinado colombiano también recuerdo una maraña de pelos güeros que comandaban la media cancha: Carlos Valderrama. El funcionamiento del equipo pasaba por él. A Italia no le hacían goles, y su delantero Toto Schillaci fue el goleador de la justa. Recuerdo el protagonismo del portero suplente de Argentina, Sergio Goycochea, quien se ganó el apodo del Atajapenales. Me viene a la mente la final y el triunfo alemán. Ese fue el primer Mundial que disfruté siendo un niño. El futbol fue un pilar importante para configurar mi memoria en la línea del tiempo.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano entendía la relatividad del tiempo por medio de sucesos políticos bajo el contexto de las copas del mundo. En su libro ‘El futbol a sol y sombra’ describe la situación mundial al momento de empezar cada campeonato. Parece que el tiempo solo se detenía en Cuba. Cada cuatro años, explica Galeano, se daba el toque inicial del balón y al mismo tiempo se anunciaba la inminente caída de Fidel Castro.
La eternidad la entiendo cuando pienso en los cuatro años que pasaron entre las copas de Italia y Estados Unidos. De 1990 a 1994 la vida de un niño de diez años se transforma drásticamente. Entiendes que algo pasó cuando descubres la masturbación y cuando sabes que México jugará el siguiente Mundial.
El año de 1993 significó el comienzo del ocaso salinista. Mi memoria genera de manera automática el nexo entre política y futbol. Una nación a la que se le había prometido el primer mundo, chocaría de forma drástica contra una pared. Un grito de euforia abrió la tarde del 9 de mayo de 1993 cuando México se clasificó al Mundial de Estados Unidos, que se jugaría al año siguiente (ganando a Canadá, con un gol de Francisco “el Abuelo” Cruz en la recta final del partido). “Nos vamos al Mundial, nos vamos al Mundial”, gritaba una nación sedienta de glorias futbolísticas. Quince días después, la realidad del país aplastaba de forma drástica la emoción que había generado nuestra selección. El 24 de mayo fue asesinado el cardenal Posadas Ocampo en el aeropuerto de Guadalajara. El México “primermundista” construido por Salinas a lo largo del sexenio comenzaba a desmoronarse, pero el futbol seguiría dando alegrías a todos los fanáticos del país: ese mismo año se ganó la Copa Oro y se obtuvo el subcampeonato de la Copa América jugada en Ecuador.
Llegó 1994, un año políticamente catastrófico para México. El Año Nuevo nos recibió con el levantamiento zapatista y la entrada en vigor del Tratado del Libre Comercio. El antagonismo marcado por una fecha: 1 de enero de 1994. Progreso y abandono. Dos Méxicos, dos realidades, dos contrastes. Meses después asesinarían a Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la Presidencia de la República, y ese mismo año, México regresaría a jugar un Mundial y surgiría una manera distinta de ver el futbol, la de aspirar a estar entre los ocho primeros, la de jugar un quinto partido. Política y futbol siempre han estado ligados por la distracción, cuando una nación se paraliza para ver a su selección no estamos hablando de cualquier espectáculo, estamos ante un fenómeno que trastoca la percepción del ciudadano sobre su entorno. Sin exagerar, el futbol se convierte en asunto de Estado.
Han pasado 30 años sin que podamos ver a México en cuartos de final en una Copa Mundial (la última vez fue en México 86). El progreso futbolístico de nuestra nación queda en entredicho. El 15 de Octubre de 2013 México estuvo por un momento fuera del Mundial de Brasil 2014. Perdía contra Costa Rica un partido decisivo. Gracias a la combinación de resultados, México alcanzó “de panzazo” el repechaje: los norteamericanos hicieron en escasos minutos el trabajo que México no pudo hacer en toda la eliminatoria, al ganarle a Panamá un partido que para ellos era un trámite. Los gringos salvaron carretadas de millones de dólares que estaban a punto de ser enviados a la hoguera. En esos minutos de angustia, cuando se esfumaba la clasificación porque México ni siquiera alcanzaba el repechaje, me transporté hasta 1994, al primer partido que la selección jugó en el Mundial de Estados Unidos. Nunca había imaginado tener que esperar ocho años para ver a mi país en otro Mundial, y en 2013 estuvo a minutos de volver a pasar.
Yo tenía 13 años cuando México regresó en 1994 a jugar un partido mundialista, después de ocho años. Miguel Mejía Barón dirigía a la selección, que abría su participación contra unos gigantes que fungían como futbolistas (la genética noruega imponía más por su estatura que por su futbol). En la ceremonia de los himnos vimos formado a un combinado nacional de primera, pero en la pantalla irrumpió un jugador con corte de pelo tipo mohicano. Mejía Barón había mandado a la cancha a Luis Antonio Valdez, mejor conocido como “el Cadáver”, quien jugó toda la primera mitad. Esos 45 minutos son los mismos que hubieran querido futbolistas como “el Tato” Noriega, Antonio Sancho o Adolfo Ríos, que ni siquiera fueron convocados a una justa mundialista. En cambio, “el Bofo” Bautista sumó en Sudáfrica 2010 los mismos minutos que el Cadáver, ambos pasaron desapercibidos en la cancha y de ambos se cuestionó su titularidad.
México empezó con una derrota ante Noruega. Luis Roberto Alves “Zague” confirmó ante la nación entera que su recurso futbolístico menos eficaz era el remate de cabeza. Al minuto 90 cabeceó un balón solo frente a la portería, que mandó al poste, y como si fuera una jugada del Chanfle, ya tirado en el piso el balón le rebotó nuevamente en la cabeza, sin lograr que se metiera para empatar el partido. Sin embargo, México mostró oficio en aquel Mundial. Después de la derrota contra Noruega, le ganó a Irlanda con dos zarpazos de Luis García. Empató 1-1 contra Italia y logró clasificar a la segunda ronda como líder de grupo. Se dio un paso importante, se pasó de la fase de grupos en un Mundial no jugado en territorio nacional y al mismo tiempo se pensaba en cosas más grandes.
En octavos de final se enfrentaron a Bulgaria, selección comandada por un crack de talla internacional: Hristo Stoichkov. El partido llegó hasta los penales y México falló tres de los cuatro tiros que ejecutó. De hecho, México solo anotó cuatro de los once penales que cobró en tres tandas a las que llegó de manera consecutiva: Mundial México 86; Mundial Estados Unidos 94; y la Copa Confederaciones, en Arabia Saudita en 1995.
Nuestro futbol creó un karma nefasto: fallar ante los once pasos. Muchos piensan que los penales son un volado. Los científicos que los han analizado piensan que es más difícil fallar un penal que meterlo. ¿Qué son los penales? La tanda de penales es un gran ritual. El entrenador pregunta quién se siente seguro de cobrar y los valientes se apuntan con las rodillas temblorosas. Es un ritual donde todos se abrazan a mitad del campo en solidaridad del que está frente al balón. El cobrador se desprende del grupo que se abraza y camina desde la media cancha hacia el manchón, llevando la respiración agitada y el corazón a punto de explotar.
México ha logrado sacudirse poco a poco el fantasma de los once pasos, como siempre, las categorías inferiores escriben una historia diferente a la que nos ha acostumbrado la selección mayor. Históricamente los penales fueron un drama colectivo, la tragedia siempre era compartida. No es lo mismo fallar el quinto penal después de que todos han anotado, a que todos fallen. Perder hasta el último cobro no es igual que si la culpa se reparte entre varios. Quizá por eso erran, por solidaridad a los que ya fallaron y a los que se sabe que van a fallar.
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Después de Estados Unidos 94 me convencí que siempre vería a México en las Copas del Mundo, pero en la eliminatoria para Brasil 2014 por poco me falla mi sentencia en ese partido contra Costa Rica, por eso hice catarsis recordando el partido contra Noruega jugado 20 años atrás.
Cuando era adolescente no tenía ni idea de los intereses económicos que giran en torno a la selección. Cuando tienes trece años de edad todavía tienes un nexo con la inocencia a través de la ilusión que te produce, en todos sentidos, el futbol. Me era imposible pensar en intereses, mafias, corrupción y amaños que rodean a toda la organización del balompié mundial. Creces y todo pierde sentido. Sigues esperando los mundiales, pero la dinámica es diferente. El tiempo ha modificado su naturaleza y, de pronto, comienza a pasar más rápido: los cuatro años entre 1990 y 1994 no fueron iguales a los que pasaron entre 2010 y 2014. Ya grandes, nos creemos el cuento de la madurez. Nuestras preocupaciones son otras, el futbol tiene un tufo de indiferencia, pero dentro de toda la vertiginosidad de la rutina, vuelve a surgir el gen fanático y las ganas de que México llegue lejos.
Cuando mides el tiempo en cuatro años, bajo la concepción del calendario futbolístico, un flashback te conecta con la ilusión, la misma que tenías en la adolescencia. Aparece en tu mente Luis García siendo derribado por Joaquín del Olmo al festejar su gol contra Irlanda en 1994, vuelves a ver a Luis Hernández metiendo la pierna delante de Jaap Stam para empatar el partido contra Holanda en Francia 1998. Recuerdas nuevamente la silueta de Jared Borgetti en el aire cabeceando contra Italia, en Corea-Japón 2002 y te vuelve a emocionar el futbol de élite que ofreció México contra Argentina en 2006. Vuelves a escuchar tu grito al ver al Chícharo marcando contra Francia en 2010 y, seguramente, para el 2018 te acordarás de cómo acariciamos el cielo contra Holanda, en Brasil, en el Mundial del 2014.
Volvemos pues, cada cuatro años, a nuestra condición natural de fanáticos, curtidos para enfrentar ese sentimiento que genera desbordar la esperanza y toparnos después con la realidad de la eliminación, y así, empezar nuevamente el ciclo que va de la indiferencia hasta la ilusión de ver a la selección pasar, aunque sea, al mítico quinto partido.